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¡LA CARTELERA! | LA ÚLTIMA Y NOS VAMOS - De vacaciones andamos en Papantla, Veracruz, y en días pasados escuchamos dos charlas sobre los exploradores y la iconografía del basamento de los Nichos y El Tajín, en el Museo Teodoro Cano…

De vacaciones andamos en Papantla, Veracruz, y en días pasados escuchamos dos charlas sobre los exploradores y la iconografía del basamento de los Nichos y El Tajín, en el Museo Teodoro Cano…

Por Ce Ce en Veracruz

LA ÚLTIMA Y NOS VAMOS.

De vacaciones andamos en Papantla, Veracruz, y en días pasados escuchamos dos charlas sobre los exploradores y la iconografía del basamento de los Nichos y El Tajín, en el Museo Teodoro Cano.

Las ponencias fueron impartidas por el Mtro.
José Rodrigo Castillo García, como parte del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Veracruz 2025.

En la primera hace un recorrido por las imágenes de Ruiz, Nebel, Del Paso y Troncoso, entre otros, que muestran cómo desde la Colonia, pasando por la Independencia y hasta la República, el monumento de los Nichos se reprodujo a través de miradas ideológicas y estéticas para la construcción identitaria del país.

La segunda ponencia trató sobre la exploración pionera, durante el virreinato, del capitán Guillermo Dupaix en la Ciudad del Trueno, sus bocetos y sus presupuestos filosóficos sobre el arte indígena de México.

Disponibles en las redes sociales del Museo Teodoro Cano.

EXPRESIONES ARTÍSTICAS ANTES DEL FIN

El próximo lunes, 22 de diciembre de 2025, te espero en el callejón de La Lagunilla, a las 18:00 horas, donde habrá un encuentro de escritores, lectores, historiadores, actores, cuentacuentos, entre otros artistas.

Ubicación: Mariano Arista, entre 5 de Mayo e Independencia, colonia Centro, en Veracruz, Veracruz.

HISTORIAS DE MAR

Roberto Rosales Martínez nos hace llegar otra historia que formará parte de las memorias de Alfredo Casarin Padilla.

Aquí, el texto íntegro:

“Sobre la isla, un faro
dentro del faro
un hombre luminoso.
El hombre del faro.
Tongolele
Mi mundo era el faro de la Isla de los Sacrificios, un punto de piedra y salitre donde el tiempo se medía por el ritmo lento de las olas y el giro ciego de la luz sobre la noche”.

En los días de sol, la isla bullía.

Las lanchas pequeñas vomitaban su carga de diez o doce almas cada hora, turistas de clase media que llegaban con sus risas estridentes y sus cámaras, manchaban la blancura de la playa con sus sombras fugaces.

Yo era el guardián silencioso.

Hasta que un día, el mar decidió conspirar.

La lancha que apareció en el horizonte no era de las habituales.

Era más larga y avanzaba más rápido que las demás, se deslizaba sobre las aguas como una cuchilla sobre seda.

De ella descendió una mujer, y en el instante en que su pie tocó la arena, un suspiro colectivo recorrió la isla.

El sol se volvió de pronto más dorado, como miel derramada sobre sus hombros.

El mar, a sus espaldas, cambió de verdes pálidos a zafiros profundos, la brisa meció su cabellera negra.

Era ella.

La había visto danzar en la pantalla del cine, se movía con una cadencia que desafiaba el recato.

Su nombre tenía embrujo.

La gente comenzó a rodearla.

Era como si la isla entera se hubiera inclinado levemente hacia donde ella estaba.

La luz la vestía de otra manera.

Su mirada, un lago tranquilo hizo un lento barrido sobre la multitud.

Y se detuvo en mí.

Sus ojos se posaron en los míos, luego bajaron, recorriendo mi torso desnudo, marcado por el sol.

No fue una mirada de las comunes.

Fue como si sus pupilas hubieran palpado mi piel.

—¿Me quieres acompañar a dar la vuelta a la isla? —preguntó.

Algo estalló dentro de mi pecho.

No fueron fuegos artificiales, sino el sonido seco y dulce de cien caracolas rompiéndose al unísono contra las rocas, se liberó el eco del océano que guardaba dentro.

Asentí, sin voz.

Caminamos.

Ella hacía preguntas.

Sobre mi vida en el faro, sobre las corrientes, sobre los secretos que la marea esconde y devuelve.

Yo respondía con monosílabos, mis palabras atrapadas en el nerviosismo.

La llevé a una caleta de aguas tranquilas y poco profundas, donde el fondo de arena blanca brillaba como plata.

Ella entró al agua.

Y entonces, bailó.

No fue un baño.

Fue un ritual.

Cada movimiento de sus brazos al echarse agua era una curva lenta y perfecta.

El agua que resbalaba por su cuello, sus hombros, la curva de su espalda formaba perlas que capturaban la luz.

Su cabello mojado se movía como una serpiente negra y lustrosa.

Su andar, con el agua a la cintura, era una provocación tan deliberada y natural como el vaivén de las olas.

Yo la observaba, y la emoción que hervía en mi sangre parecía tener un reflejo físico, un calor tan intenso que sentí que la sal se evaporaba de mi piel.

Llevaba un bikini.

Su piel desnuda al sol no me excitaba; me elevaba.

Sentí la arena ceder bajo mis pies, no porque me hundiera, sino porque yo, de algún modo, empezaba a flotar.

El recorrido terminó junto al muelle donde aguardaba su lancha.

Cruzamos algunas palabras más.

Cuando se despidió con una leve inclinación de cabeza, su mano rozó la mía.

Pero ella no se fue del todo.

Tongolele dejó en la isla, y sobre todo en mí, una huella imborrable.

Un aroma a sensualidad que impregna la salinidad del aire en ciertas noches quietas.

Alfredo Casarin Padilla vivió 18 años en diversos faros rodeado por el mar.
Ahora es un ser terrestre.

***Si te perdiste alguna de estas historias, busca los números anteriores en Francisco Canal esquina Valentín Gómez Farías (frente al Baluarte de Santiago).

***Espera La Cartelera en enero de 2026.

Felices fiestas navideñas y FELIZ AÑO NUEVO.